LA VIRGEN DE FATIMA

Quiero recordar con cariño mi vocación mariana.
Asistir a un colegio católico de arraigado credo mariano durante 13 años, provocaron en mi una fé infantil que aún, a pesar de las circunstancias de la vida, perdura.

Recuerdo con cariño, que en nuestra minúscula casa de primera infancia, minúscula porque con tantos hermanos todo se hacía pequeño, mi madre me dejó poner un pequeño altar dedicado a la virgen en una de las estanterías del mueble de su habitación. Mi madre también es una mujer de mucha fé. Una estantería de medio metro, una teja nueva con una estampa de la virgen de fátima enganchada, varias velas, una pequeña cruz de plata...y allá me teneis a mi, cada tarde, rezando a la virgen, horas y más horas.

Tanta era mi fé, y tan extasiada me encontraba , que mi madre me regaló un libro sobre las apariciones de fátima que perdí en alguno de mis traslados y que me sirvió para admirar más esa figura misteriosa que tanto se parecía a mi madre.

De hecho la fé mariana deriva del amor infantil incondicional a la madre perfecta, la madre pura, la madre bella, la madre amorosa, la madre dulce, la madre que consuela, la madre que besa, la madre que canta una nana, o sopla sobre la herida cuando duele.

Bueno, casi y tan casi, cerca de los 50 años, ya no veo a mi madre como una mujer perfecta, sino más bien como a alguien parecido a mi misma que ya soy madre, con todas sus virtudes e imperfecciones. Sin embargo, cuando en mi mente me viene el recuerdo de esa virgen de fátima enganchada en la teja, iluminada por la la llama de la svelas, los ojos se me llenan de lágrimas y vuelvo a ser una niña.