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miércoles, 24 de agosto de 2011

LOS HOMBRES SON LA SAL, LAS MUJERES EL AZU...EL AGUA EMBOTELLADA.

LOS HOMBRES COMEN CECINA, LAS MUJERES BEBEN AGUA


No voy a soltar ninguna moraleja extremada, puesto que vuelvo de vacaciones y todo es radiante como el sol, excepción claro está de unas asilvestradas nubes que recorren el horizonte dañando el esplendor de la escena. Vamos a lo nuestro:

Los hombres son del norte y las mujeres son del sur, así nos venden la moto, pues no está bien vendida. Quiero decir, redundando, que las mujeres son del norte y los hombres son del sur.

Una anecdotilla de esas que me gusta rememorar, escena simpática de vacaciones entrevista y aquí contada.

Vamos a describir el cuadro, sencillo, pero sabroso. Tasca española, típica tópica, pequeñita, donde los comensales están apretaditos y huele a frituras y a otros galgos que no hace falta traer a cuento. Huele que alimenta. Es erótico, pues claro, la cocinita española con sus fritangas, humedades, chorizadas, picadas, revoltillos, espárragos, tortillas, y huevos, es erótica. ¿Alguien lo dudaba?. Si no explíquenme ese misterio gastro-porno- español de las tasquillas de pueblo siempre llenas, con sanidad casi nula, limpieza casi cero y olores cargantes.

Estábamos mi marido, (iglesia, anillos, padrinos, etc), marido de los de antes, y una servidora, con la mesa sencilla de madera llena de viandas comestibles de aquel estilo que levantan a un muerto, aunque lo hayan incinerado: cangrejos de rio en su salsa picante, lacon, cecina, ibéricos, huevos con jamón, revoltillo de setas, revoltillo de espárragos y ajos, revoltillo de bacalao. Seguro que algo me dejo. Una botellita de vino blanco de Rueda. Pan de la tierra. Y pegaditos a nosotros una mesa de seis personas.
Describo a los seis ocupantes, vecinos por obligación, puesto que casi nos dábamos codazos: tres mujeres de menos de treinta años, encantadoras, casi clonadas. Melenas al viento, largas y cuidadas, brillantes. Cuerpos delgaditos casi enfermizos, ropa de marca, cutis perfectos. Tres caballeros de unos treinta años, poco más, grandotes, sanos, biliosos, ruidosos, ríen a todo trapo, casi tanto como yo.
Hay también dos críos de corta edad.
Ellos piden tres jarras grandes de cerveza. Ellas una botella de agua grande, no muy fría, que van a compartir. Ellos continúan riendo y cotilleando. Hay que ver como cotillean los hombres aunque presuman de no hacerlo nunca. Ellas hablan de trabajo y de niños.
Ellos parece que se lo están pasando "pipa", ellas parecen agobiadas.
Se acerca la camarera para tomar nota. Ellos miran sin disimulo, vamos, con descaro, las mesas colindantes, en especial la nuestra y empiezan a cantar tapas y más tapas, de hecho creo que piden lo mismo que hay encima de nuestra mesa. Ellas rebajan sus expectativas:
-¡Uy! demasiada comida, si nosotras casi no vamos a probar nada de esto- les recrimina la más delgadita.
Los chicos ponen cara de agravio, pero no se dejan amilanar, se reafirman en el pedido y la camarera se va tan contenta.
Con la comida sobre el mantel de papel y ellas dale que te dale, remilgadas, roen cual ratoncillos los cantos ahora de un trozo de lacón, ahora de un trocito de cecina, y así se pasan los minutos. Ellos se zampan todo el banquete en menos de media hora.
Ellas piden más agua. Yo empiezo a estar realmente interesada en este grupo, costumbrista, de manual.
Ellos piden una botella de vino, y señalando la nuestra, le comentan a la camarera:
-Trae una como ésta.
Ellas se levantan para ir al baño en grupo, se llevan los niños.
Ellos al quedarse solos, no se cortan un pelo. Empiezan a comentar sin tapujos los atributos de una hermosa doncella sentada a un par de mesas de la nuestra. Doncella que pasará sobrados los cuarenta, aunque lo disimule. Que doblará en peso, a cualquiera de esas mujercitas que los acompañan, y a la que mi marido ya había dirigido alguna mirada cargante, en especial por las redondeces delanteras que son también de las antiguas, vamos, no siliconadas, pero extravagantes casi, de preñez enlutada, de escote en misa, de aquellas que supongo que a los machos los encumbra a la meca de la ceca, que no sé que es, pero suena bien.
Casi en este punto me entristezco:
Tanta igualdad y tanta buena voluntad, para acabar bebiendo agua del grifo en botellas de plástico, comiendo los cantos de la cecina, llevando a los niños al baño, sonriendo con miedo a parecer estridente y eso sí, con un poco de suerte viviendo una docenita de años más que nuestros hombres.

Dominic Bairaguet

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