Cada Domingo en mi vida es diferente, y cada domingo parece salir calcado del anterior.
Llega el domingo, todos duermen, hoy hasta mi marido, que ha decidido quedarse en la cama en vez de ir a podar. La lavadora está en marcha, lo primero que hago los domingos cuando me levanto, es llenar la lavadora.
He subido el termostato de la calefacción, no es que haga frio, pero hay una niebla maldita que lo cubre todo y que da sensación de humedad. El frio que cala. Los pájaros cantan en mi despacho, como siempre. Los pájaros cantan cerca de mi casa cualquier domingo del año, haga frio o calor, invierno o verano.
Ahora me sentaré en la vieja mesa del comedor y desayunaré, seguramente me permitiré una copa de buen vino blanco que quedó ayer abierta, y quizás, un poco de pan con tomate y un trocito de llangonissa. Sin pasarme.
Domingo de niebla y domingo de lavadoras.
Domingo de maletas, estamos en ello. Poca ropa para corto viaje.
Los perros ladran en la calle, no se oyen máquinas ni coches, ¿Estará todo el mundo durmiendo?, hasta Joan, mi enólogo, el más tempranero, que los domingos suele trajinar con máquinas y botellas por la calle, cerca de mi casa, a primera hora, pues no, tampoco. ¿Será el día de las sábanas?.
En fin, los domingos, son como los viejos, apagados y gastados, tienen la alegría a medias y la trizteza a enteros, son como las plantas arrugadas de nuestra finca, tan del ayer, tan fuera de lugar en esta época de concentraciones, globalización, multimedias y petroleo. Cuando paseo por mi finca en soledad, cuando las nubes enturbian los amaneceres, me siento trasladada a otras dimensiones y momentos, esas horas con un siglo a cuestas, pretéritas y perfectas, del tiempo que no cede, pero no muere. Del tiempo que pasó, pero está en algún lugar. Quizás los relojes se paren, se mutilen o se caigan a pedazos, quizás las vidas se detengan y se conviertan en polvo, quizás las anyadas se beban o duerman semi-olvidadas en las bodegas subterraneas, pero estas viejas cepas,y estas viejas laderas están aquí tal como eran, tal como fueron, con sus pequeños retoques, y nunca hicimos la salvajada de pretender cambiar el tiempo, por dinero, ni quisimos más que lo que la propia viña quería darnos, somos sus amantes más indiscretos, sus amantes más lujuriosos, nos hemos convertido, aún sin querer, en samurais a su cargo, a sus expensas, como si todos los viejos antepasados que depositaron sus lágrimas en la promesa de sus frutos venideros, año a año, nos obligaran a amarla profundamente, con carencia de tiernos enamorados, con sueños de erotismo hacia las piedras, con verdadera pasión de locos, con todas las armas en alto. Y dirán que somos hijos del mundo, pues si, pues no, no es verdad, por mucho que pretendan globalizarnos, el hombre nunca fué hijo de otras partes, el hombre aprendió a amar, con locura, el suelo que pisa a diario. Y eso, ni los políticos irreflexivos, ni los empresarios potentados, podrán acabar de dominar. Por eso existe el terrorismo, porque se ama la tierra que se pisa a diario, y se ama sobretodo, aquello que nuestros abuelos susurraron en nuestros oidos:
-Esta es tu tierra.
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domingo, 14 de enero de 2007
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